Never refuse, never volunteer

      Soluciones audaces

                        (Basta de intelectuales cobardes y de politicos tímidos. Salman Rushdie)


    Hace años, en la presentación de un libro mío en Córdoba en la sede de una  Caja de Ahorros, el director de la entidad, que era un canónigo, cerró el acto cerrando contra mí por la “audacia” con que me había expresado, y un jesuita  défroqué (en su indumentaria por lo menos), antiguo amigo mío, me dijo que él me habría replicado. “Pues para replicarme tendrías antes que revestirte por lo menos de medio pontifical” – le dije siguiéndole la broma.
     Debo reconocer que estas audacias y estas bromas no me han ayudado mucho en mi vida literaria y a ellas se deben las penumbras entre las que me tengo que mover.  De ahí el escaso eco que siempre tuvieron mis comentarios y mis avisos, viniendo como venían más que de las penumbras, de las tinieblas, sobre los usos y los abusos del estado de cosas imperante en lo que aún llamamos modernidad. 
     Conviene que aclare que la busca de la verdad nunca me ofuscó la observación de la realidad ni he incurrido en esa confusión de la realidad  con el deseo que es el pensamiento utópico.  Eso tal vez explique que mi crítica se haya centrado más en los abusos que en los usos del tiempo que me ha tocado vivir.  También se ha centrado en la tierra en la que me ha tocado nacer y que he elegido para vivir y sentirme libre. 
     Yo no sé muy bien si esa decisión mía  se debe al patriotismo. Lo que sé es que el patriotismo fue uno de los valores que se desplomaron así que se cumplieron las “disposiciones sucesorias” y todos nos encarrilamos “por la senda constitucional”.  Tanto fue así que uno de los nuevos “padres de la patria”, de los que pasaron “de la legalidad a la legalidad sin salirse de la legalidad”, avisó con sorna galaica que era de esperar que a España no se le ocurriera a nadie “volver a salvarla”, y eso me alarmó porque era el anuncio de las sirtes borrascosas en que pensaban meterla tirios y troyanos. 
    Han pasado cuarenta años y no puede decirse que ninguno de los Presidentes del Consejo haya dejado de contribuir por activa o por pasiva al actual estado de cosas, al parecer nada halagüeño. Pero lo más curioso es que todos ellos, menos los dos que pasaron a mejor vida y otro más,  que medita entre nubes sobre lo “discutido y discutible”, rivalicen desde el retiro o desde la oposición, en protestas de un patriotismo que no se atrevieron a exaltar cuando ocupaban el Poder.  Es como si imitaran a esos capitanes generales que esperaban para vaciar el saco el momento del cese en el cargo. 
    Apelar a los intelectuales a que intervengan en la política no es cosa que traiga buenos recuerdos en ningún país del universo mundo, máxime si lo que se pretende es que den un paso al frente para sacarle las castañas del fuego a una clase política que no ha sabido ni sabe estar a la altura de las circunstancias.  Ojalá se den por aludidos los “intelectuales orgánicos” del bipartidismo y acudan alla riscossa.
   Los de la “mayoría absoluta” por cierto van camino de perderla y de poco les sirvió apelar al voto del miedo y confiar en la inercia del bipartidismo, ya que, a mi juicio, una parte de sus votantes, entre los que alguna vez me conté, los apoyaba por razones que nada tenían que ver con la economía: en mi caso con la esperanza de acometer en serio la reforma de la enseñanza, la de despolitizar en lo posible el poder judicial, la de cambiar el sistema electoral, la de meter en cintura a las autonomías y la de derogar la infame ley llamada de la “memoria histórica”.   Es más; yo estoy convencido de que la hemorragia se habría cortado si a ciertos desafíos sediciosos como el de las urnas de cartón o la pitada en el estadio, el Poder Ejecutivo  hubiera reaccionado sin contemplaciones, aplicando la legislación vigente en lugar de anunciar platónicamente que la legislación va a aplicarse por sí sola. Sólo así perderíamos los españoles que no nos avergonzamos de serlo la sensación incómoda de que la democracia no es más que una espada de Damocles sobre la existencia histórica de la nación española.
    Ojalá que los “intelectuales orgánicos” acudan a la llamada y propongan soluciones tan audaces como “exigir” el cumplimiento terminante de la Constitución y las leyes penales a ver si se acaba de una vez por todas con las amenazas a la unidad nacional y se impide que al Jefe del Estado se le tome por el pito del sereno.
                                             
    Decía Carl Schmitt que un camello es un caballo hecho por un parlamento.  La Constitución de 1978 es uno de esos camellos, cuya joroba más llamativa es el Título VIII, que no ha dejado de enconársele en cada campaña electoral. Eso pasa porque esa joroba, más que joroba, es un absceso con trazas de tumor maligno que está pidiendo a gritos una intervención quirúrgica.  La coyuntura no puede ser más favorable, pues los nubarrones que se avecinan han dado pie a la clase política, advenedizos inclusive, para pedir la reforma de la Carta Magna, y ninguna reforma más urgente que la extirpación de esa joroba cancerosa antes de que haya metástasis.
    Otros habrá con otras prioridades, según que lo que se quiera sea la unidad de España o su descuartizamiento. Lo que sea, habrá que hacerlo a escape, antes de que a algún político nefelibata se le ocurra abrir en canal la Ley de Leyes para luego mandarla al trastero de las Cortes a hacer compañía a las Leyes Fundamentales del Régimen anterior.



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