Primeros pasos y primeros pases

    La filosofía, el tabaco y el toreo                              
La poca filosofía que yo he llegado a saber es de oídas.  No son muchos los filósofos que tienen la cortesía de la claridad que proponía Ortega y que, por llevarla a la práctica, le costó el menosprecio más o menos disimulado de todos aquellos metafísicos cuya importancia guarda relación directa con la oscuridad de sus escritos.  A mí la filosofía pura me causa como el Piyayo, un respeto imponente, y me convence sobre todo de lo limitada que es la inteligencia humana, empezando por la mía.  En general, los filósofos puros sobre los que pueda haber escrito son filósofos con los que he tenido ocasión de conversar o que al menos he escuchado de viva voz.  Alguno de ellos incluso se ha aventurado fuera de su recinto especulativo para meterse en un terreno que me es más familiar, que es el de la poesía. Uno de ellos fue don  Jesús Arellano Catalán, al que llegué incluso a prologar su obra poética, para mí insospechada, lo cual me permitió entrever algo del trasfondo de su pensamiento.   Mi primer contacto con  él fue en el examen de Estado o Reválida, cuando al comparecer ante él me dijo que le hablara del Existencialismo.  Yo me puse a hablar de los conceptos de esencia y existencia, y él me cortó sonriente para explicarme esa filosofía que entonces, primavera del 48, hacía furor en ultrapuertos.  Si me aprobó fue, no por lo que yo supiera o ignorara, sino por darle a él la oportunidad de incitarme a aprender. Luego, ya en la Universidad, fue uno de los catedráticos que más interés se tomó por mis tentativas poéticas, aun no siendo yo nunca alumno suyo.  Precisamente en un homenaje póstumo tributado a Arellano en el Paraninfo de la Universidad de Sevilla se hizo notar que su labor docente no se redujo exclusivamente a un intercambio socrático con sus alumnos, sino que estaba recogida en una voluminosa bibliografía, y al mencionar otros filósofos relacionados con él, salió el nombre de Leonardo Polo.  A los pocos días, el nombre de Leonardo Polo aparecía en la prensa junto al de Eugenio Trías, fallecidos ambos con un día de diferencia.  A Trías le oí una conferencia en un acto multitudinario de los comienzos de la democracia; ya daba sus primeros pasos el antitabaquismo, pero él advirtió que fumaría durante su intervención porque para él fumar era vivir.  Todos sabemos por Heidegger que vivimos para la muerte, pero algunos, como fue el caso de Eugenio Trías, se tomó demasiado al pie de la letra la lección del maestro de Friburgo en  Brisgovia.  A lo dicho en aquella ocasión por él y por otro joven filósofo, Diego Romero de Solís, debo un ensayito titulado La subversión de la belleza incluído en El suicidio de la Modernidad.  Diego Romero de Solís, a quien llamé entonces “filósofo en agraz”,  fue por cierto uno de los que con más nitidez supo ver a través del humo que velaba el pensamiento de María Zambrano,  otra gran fumadora.  Lo que de la Zambrano haya aprendido y lo que haya entendido de Zubiri se debe a la suerte de haber conversado con la una y de haber escuchado al otro en público. Por otra parte, los escritos de Trías me fueron muy útiles cuando me ocupaba del concepto de ciudad en Maragall y en d’Ors. A Leonardo Polo lo conocí en La Rábida cuando yo tenía diecinueve años y él cinco más que yo, aunque parecía mayor con sus grandes gafas y su pelo lacio.  Coincidimos pocos días y simpatizamos bastante. A mí me hacía gracia su manera de expresarse, su sentido del humor, como cuando un día dijo medio en serio medio en broma que tenía “un cabreo cósmico”.

Un fin de semana fuimos todos los profesores y alumnos de la Universidad de Verano de excursión a Zalamea la Real, invitados por el ganadero don José María Lancha a un tentadero en La Esparraguera.  En la placita de toros nos soltaron una becerra y a algunos nos faltó tiempo para saltar al ruedo.  Leonardo Polo se quedó entre barreras, pero me prestó una gorra de visera blanca que llevaba y yo, aprovechando que el animal pasaba cerca de mí, compuse la figura y le di un ayudado por alto. Aún estoy oyendo el “¡Ole!” de Leonardo Polo.       

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