Tiempo de Manolete

Hay una corrida de toros de la que conservo un recuerdo especial y es la que en la feria de Aracena de 1945 lidiaron Fermín Espinosa Armillita Chico, Paquito Casado y Angel Luis Bienvenida. Puede que lo especial de ese recuerdo esté en que fue aquélla la única ocasión en que vi actuar a los tres matadores. Casado, que aún era joven, se despidió de los toros aquella tarde; el veterano Armillita concluía si no me equivoco su última temporada en España, y Angel Luis, avecindado en Madrid, se prodigó poco en los ruedos andaluces. Años después coincidí con Casado en el desolladero de la Maestranza y le mencioné un quite por faroles muy espectacular, y él me contestó con su voz bronca y “rajada”, que aquellos faroles habían dado muy poca luz. También en la Maestranza coincidí con Angel Luis, pero en otras dependencias de la plaza, con motivo de una charla en la que se lamentó de no haber pisado nunca el albero del Baratillo vestido de luces. Hizo uso Angel Luis de la palabra en ausencia de su amigo Fernando Claramunt, retenido en Madrid por alguna dolencia, y habló como toreaba, con elegancia y simpatía. Mucho me hubiera gustado reanudar con él en Madrid la conversación iniciada en Sevilla, pero la muerte se me adelantó, aunque no tanto como para impedirle prologar Tiempo de Manolete[*], el libro de Claramunt sobre la España de 1939 a 1949, los años de doble trasguerra que Pío Moa llama “los años de hierro”.

No es fácil para un español resistirse a la tentación de ver en la corrida de toros una metáfora de la vida nacional. Política y toros tituló Pérez de Ayala uno de los libros en los que reunía sus dos grandes temas de meditación; Luis López Anglada tituló Plaza partida un poemario sobre la última guerra civil, y yo, más modestamente, cada vez que hay que echar un toro al corral y salen los cabestros, no puedo dejar de pensar en el fementido “Estado de las Autonomías”. Claramunt va en este libro más allá, pues además de poner la historia del toreo en esos años en paralelo con la historia de España, la pone con la historia de Europa y del mundo. Personajes de la escena mundial como Rommel o Churchill alternan con los que dominaron la escena española en esos años: Franco y Manolete. Rommel tiene muy poco de torero y, como dice el autor, “no pisó más arenas que las del desierto africano, pero lo hizo con torería”, ya que “reunía en su persona los máximos valores castrenses, aunados al señorío natural, a la elegancia y a la gracia frente al peligro”. En cuanto a Franco y Churchill, no sólo tenían en común su afición a la pintura, sino a la fiesta brava. Claramunt menciona el regalo que al finalizar la guerra mundial, se le hizo de la cabeza de un toro estoqueado por Manolete que tenía en la frente una gran mancha de pelo blanco en forma de V: la V de la Victoria que Sir Winston hacía con los dedos. El autor del regalo era un ganadero poco conocido, muy anglófilo él, que se llamaba don José Escobar Barrilaro. Escobar Barrilaro fue uno de los primeros suscriptores que tuvo la revista Aljibe, fundada en 1951 en Sevilla por un grupo de poetas universitarios. Uno de ellos era Antonio Gala, pupilo aquel curso del Sr. Escobar en una casa que tenía en la plaza de Rull, por la calle San Vicente. Yo sabía lo del toro con la V en el testuz, pero hasta ahora no me entero que su dueño era nuestro futuro suscriptor.

Este libro tan ameno y tan bien ilustrado no se reduce como puede verse al planeta taurino, sino que sus lances y sus anécdotas y sus semblanzas se combinan con la crónica de los momentos históricos y políticos que les sirven de contrapunto. La poesía se entrevera con la política; en la encrucijada de ambas está Dionisio Ridruejo, y está Pedro Laín, de quienes el autor se ocupa en términos parecidos a los de César Alonso de los Ríos en Yo tenía un camarada; la muerte de Miguel Hernández precede a la de Manolete, y la noble figura de éste aparece limpia de las infamias esas que ampara hoy la libertad de expresión. Es increíble lo que, a toro pasado, se ha podido decir sobre Manolete para, a través de él, denigrar una época. Desde las insinuaciones de hispanistas como Bennassar hasta bajezas en las que era maestro Umbral, que en unos versos execrables publicados en una prensa inmunda llega a decir que “enfermerías de herrumbre le clavaron/ el garfio criminal de la postguerra”.

Tan falso fue por otra parte lo de las banderas en Méjico como lo de que fuese el torero del Régimen. De él dijo Indalecio Prieto que era el primer español después de Hernán Cortés que no había hecho el ridículo en Méjico y yo dije y repito que él hizo bueno aquello de que “ser español es una de las pocas cosas serias que cabe ser en el mundo.” Manolete lo mismo se veía en Méjico con españoles de la emigración que subía al palco real en España a cumplimentar al Caudillo con sus compañeros de terna. En cuanto a éste, no le faltaba la razón a Luis Miguel Dominguín cuando, en la corrida de Beneficencia del 19 de septiembre de 1946 en Madrid, hizo este brindis: “Excelencia, voy a brindar la muerte de este toro a quien de verdad tiene la mejor muleta de España”.


[*] Fernando Claramunt López. Tiempo de Manolete. Egastorre Libros. Arganda del Rey, 2007

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