Las Tres Gracias



En los parques y jardines romanos, en los paseos oscuros que salen de la urbe, se apostan al anochecer las meretrices, esas musas del automovilista, reposo del guerrero urbano, y encienden hogueras para señalar su presencia y calentar su mercancía. Una de ellas, expuesta a los focos de un auto contra una tapia de latericio, le trajo a la memoria a Jünger, excombatiente de dos guerras, la escena de un fusilamiento nocturno. Vistas así las cosas, yo no tengo más remedio que acordarme de los fusilados de la Moncloa. En una esquina de la mole ruinosa de las Termas de Caracalla se ponían tres juntas, a quienes yo llamaba las Tres Gracias, que también operaban de día. Un día de tantos se acerca un auto de un individuo que debía de ser viajante de electrodomésticos o cosa parecida, pues llevaba en el asiento trasero una gran caja de cartón. Entra en tratos con una de las Tres Gracias; llegan rápidamente a un acuerdo y ella se sube y el coche arranca hacia la Appia y la Ardeatina. Cuando están ya en despoblado, se abre la caja de cartón, sale de ella un enano, inmoviliza por detrás a la furcia mientras el conductor le vacía el bolso. Luego la abandonan en la cuneta.

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