La ciudad del libro
Puede decirse que en cada cuadra de Buenos Aires hay una librería, y el negocio del libro debe de ser rentable. Las hay suntuosas y espectaculares, como la del Ateneo en la Avenida de Santa Fe, y antiguas y bohemias, como El Túnel de la Avenida de Mayo. Para colmo, el 23 de abril daba comienzo la Feria del Libro, ubicada en La Rural, o sea, en los palacios y los terrenos de las grandes exposiciones agropecuarias surgidos en los felices tiempos de las vacas gordas, cuando la Argentina figuraba entre las potencias más ricas del planeta. También hay que mencionar los puestos de baratillos, como los de la Feria dominical del barrio de San Telmo. Yo sospecho que esta exuberante floración de hojas impresas tiene bastante que ver con el clima creado por Domingo Faustino Sarmiento en su ambicioso empeño de educación nacional. Lo que más nos llamó siempre la atención de los escritores argentinos, sobre todo en la madre patria, donde tanto analfabeto se dedica a la literatura, es la vastedad de lecturas que traslucían sus escritos. Por más que no se dignaran darle el Nobel, Borges figura junto a Paz entre los clásicos de nuestras letras en el siglo XX.
En este espacio urbano tuve la ocurrencia de presentar un libro propio, muy a sabiendas de que presentar un libro en Buenos Aires es llevar naranjas a Valencia. La simpática acogida de unos amigos de amigos me allanó el camino a semejante audacia y todo quedó entre amigos, una docena justa como en la Última Cena. No creo que fuera más numeroso el público que en el vetusto hemiciclo de bancos de madera del Conservatorio gaditano Manuel de Falla, probablemente heredado de la Cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina, asistió a la lectura poética que allá a comienzos de los 50 dimos una mañana de domingo Antonio Gala, Bernardo V Carande y yo. Ya conté en otro lugar, en Mano en candela, cómo este viaje lo hicimos los tres desde Sevilla invitados por Fernando Quiñones y cómo al llegar pudimos comprobar que todos los gastos corrían por nuestra cuenta y que, en la jubilosa recepción que se nos hizo y en las tabernas que recorrimos, se habló de todo menos de aquella lectura poética en la que cifrábamos nuestro salto a la gloria y a la fama.
Una sensación análoga tuve cuando el amigo de mi amigo, el profesor Alberto Buela, nos citó en su oficina del Ministerio del Interior. Alberto Buela es lo que se dice o se decía un buen hueso de taba. No encuentro mejor definición para este pensador que alardea de gaucho pues, como se sabe, el juego de las tabas es o era uno de los pasatiempos preferidos de los habitantes de la Pampa. Alberto Buela va por la vida de provocador, como con toda la razón del mundo afirma el prologuista de su libro Pensamiento de ruptura. Sus provocaciones están perfectamente razonadas y documentadas. Si hay un pensador que conozca a sus clásicos, ése es Buela, y ese conocimiento es lo que le permite refutar con autoridad los lugares comunes de la Modernidad y burlarse de ellos con desconcertantes paradojas. Sin embargo, como es incapaz de separar el pensamiento de la vida cotidiana, de la realidad y de su entorno, Buela se complace en personificar el aspecto bárbaro y castizo de la realidad argentina. Esta realidad está magistralmente descrita en el Facundo y contada y cantada en el Martín Fierro, y ese aspecto que Buela tan sabiamente cultiva viene a ser lo que Abel Posse llama “la perversa seducción de la barbarie”. Buela maneja el lazo y las bolas y el cuchillo con la misma soltura que la pluma y somete a sus visitantes al ritual del mate, cuya bombilla viene a ser algo así como la pipa de la paz. Debo decir que mi primera impresión al verme frente a él fue la misma de Borges ante “el hombre de la esquina rosada”.

Comentarios

Entradas populares