Pecados de la Iglesia


LA SUPERFICIE Y EL FONDO
El aborto, Tarancón y la fuerza del sino
Año 2005, 86.000 abortos en España. Diez años después de que el Tribunal Constitucional se sacara de la manga la ampliación de supuestos “por el bien de los españoles”. El aborto hoy se ha banalizado entre gran parte de la juventud como un método anticonceptivo más, aunque “in extremis”. En mi opinión, este horrible signo de amoralidad estatal que es la legalización del aborto proviene de una Constitución perversa que fue aplaudida por la Jerarquía eclesial. Reflexionemos. El 4 de octubre de 1983, pasado un año del triunfo del PSOE, el Primado de Toledo, don Marcelo González Martín, se lamentaba de que los españoles «portadores de una herencia católica» dieran sus votos «en proporción tan alta a partidos políticos […] que […] nos llevarán a la desaparición del sentido cristiano de la vida.» ¿Nos vamos a quedar en sólo decir las maldades del aborto…? No, no sería serio. Para afrontar decididamente la rectificación debemos reconocer que el aborto, en cuanto crimen de Estado, es otro de los ataques a la civilización cristiana efectuados por los poderes que soportamos hace más de treinta años. Con esos ataques, por la fuerza que la desorientación otorga al mal, cohabitó un clero llegado a la reforma política con el paso cambiado en contra del Evangelio, aunque creídos de hacerlo en contra de Franco. En 1981, el Cardenal Tarancón, Presidente de la Conferencia Episcopal, declaraba: «Con un gobierno menos católico España estará mejor.» Fue la consigna que disparó la catarata de declaraciones favorables a los socialistas, aparte de que con ellas el Super-Cardenal promovía el activismo del clero progresista. Es obvio, además, que el Cardenal contaba con la anuencia del Nuncio, y del Papa en él representado. Sin embargo, el desastre social del aborto ya empezó años atrás con el abandono del espíritu sobrenatural de la Iglesia enfrascada en una militancia política que la adulteraba. Un hecho decisivo para la llegada del PSOE al poder se produjo en 1954 al colocar a Mons. Bueno Monreal como coadjutor en la sede de Sevilla… con la clara intención de defenestrar al Cardenal Segura, 1957. Con este nombramiento, Mons. Montini, factotum de la Secretaría de Estado de Pío XII, lograba en su particular plan para España varias cosas de no pequeña trascendencia. Una fue, por ejemplo, la entrega del órgano de expresión de la Iglesia, el periódico “El Correo de Andalucía” (que ya dirigía el P. Javierre, colaborador de la semiclandestina “Cuadernos para el Diálogo”), que a partir de entonces fue órgano oficioso del PSOE controlado por el hoy presidente andaluz Manuel Chaves. Otra, que desde el obispado sevillano se facilitara el activismo marxista, entonces enmascarado de sindicalismo, asociaciones culturales, etc. mediante cesión de instalaciones de la Iglesia. Con Juan XXIII en la silla de San Pedro y José María Bueno Monreal ya arzobispo de Sevilla, fue nombrado cardenal elector (1958) en el torrente de nombramientos del Papa Juan para asegurar un cónclave favorable a Montini; nada menos que cuatro tandas en los seis primeros meses de pontificado. Seleccionaremos cuatro muestras hijas del «espíritu del Concilio»: 1) Se daba cuerpo al artículo 16 sobre la confesionalidad del Estado cuando el Cardenal Tarancón, con su Vicario el P. Martín Patino, S.J., se reunía en secreto con los señores Felipe González y Alfonso Guerra para tantear un entendimiento en la Transición que se quería tutelar. Ocurría cerca de un colegio de religiosas a orillas de la Cuesta de las Perdices, en Madrid. 2) El 25 de septiembre de 1982, y casi en el tiempo de reflexión electoral, Mons. Amigo declaraba a la prensa ser «bueno para España que los católicos voten opciones de izquierda, como el PSOE». 3) Una semana antes Mons. Echarren se ufanó públicamente de «tener más amigos en el PSOE que en la derecha». 4) Un obispo disidente de la Conferencia Episcopal afirmaba poco después que «la Constitución salió adelante, al fin, gracias al patrocinio episcopal.» (Mons. Guerra Campos). Detengámonos a pensar que nos estamos refiriendo a una Constitución sin Dios, a un instrumento ideal para decidir por nuestra cuenta lo que está bien o lo que está mal, sin otra ley que nuestra conveniencia pues Dios ya no existe para el Estado español. Es la misma soberbia que nos echó del paraíso. Por eso es que adquiere relieves inéditos que esta Carta Magna «que España se daba a sí misma» la jerarquía eclesiástica la daba por buena ya desde su gestación. Recuerdo —el dato está en las hemerotecas—que el Cardenal don Ángel Suquía confesaba estar muy satisfecho con su texto. Pero, ¡Oh, frustrante realidad!, a poco de obtener la sanción real aparecía ya la Ley 30/1.981, de 7 de Julio, introductora del divorcio en el Código Civil. La llamada "Ley Fernández Ordóñez", en honor de aquel brillante ministro de Justicia, y antes de Hacienda, en los gobiernos de la UCD. Los méritos de este personaje no fueron otros que demoler la institución básica de la sociedad cristiana con su negativa a aprobar una mínima protección a las familias numerosas pero sí, por el contrario, impuso el divorcio sin referendum y por votación parlamentaria. No es cosa a olvidar que esta ley, en menos de una generación, debilitó a la sociedad rebajando el concepto de familia a uniones sin proyecto perdurable. Desde ese instante, la unión de homosexuales estaba cantada. Es cierto que el Cardenal Tarancón la contestó, pero muy tardíamente y, sobre todo, sin acompañarse de presión popular en la calle, que en aquellos años la Iglesia hubiera organizado sin dificultad. Con la UCD y sus ministros social-cristianos, útil antinomia, no sólo se dieron estos pasos, el pasivo ante las familias numerosas y el activo contra el matrimonio, sino otros de eficaz relajación moral y en preparación del definitivo paso al aborto. Entre ellos, así la edad electoral adelantada a los dieciocho años; la autorización del juego desde los casinos a los bingos y tragaperras, éstas hasta en estaciones del Metro; la liberalización de la prostitución; la despenalización del adulterio; la invasión de la pornografía, con libre distribución en prensa y límites blandos para cine y TV. Pasos todos ellos que, indudablemente, “sentaban doctrina” para los “padres constituyentes”. Así, en 1976, los autores de esta Constitución que también satisfacía a algunos príncipes de la Iglesia, sólo tenían que asegurarse el paso más concluyente: mandar a Dios al cuarto de las ratas. Es decir, decretar también sin referendum la no-confesionalidad de un Estado que desde 1953 reconocía en Dios y en el Evangelio la suprema pauta de su régimen político. La sorpresa para el común de los fieles nos llegó de la Roma de Juan Pablo II ratificando que « […] ninguna confesión tendrá carácter estatal». (cfr. “Acuerdos del Estado español con la Santa Sede de 1976 y 1979”, ANEXO 7). No podía ser de otro modo si pensamos que, tras el Vaticano II, la Iglesia regida por Pablo VI se adhirió a la Declaración de los Derechos Humanos. Por cierto, declaración ésta que no es otra cosa que la actualización al siglo XX de la de los Derechos del Hombre del revolucionario siglo XVIII. Con estos “buenos oficios”, siete años después los socialistas introducían en el código penal el artículo 417bis como el objetivo más ansiado “para el bien de la sociedad española”: el aborto libre pagado por la Seguridad Social. (Con el dinero de todos los españoles, también el de los católicos e, incluso, el de los clérigos). Se publicó en el BOE como LO 9/1985 y RD 2409/1986, ambos documentos firmados por el rey y, como es obvio, sancionados por el Constitucional, en 1995. Aclaremos acto seguido que “De los actos del Rey son responsables las personas que los refrenden", según el Art. 64,2 de la Constitución y que así el Papa Juan Pablo II lo reconoció implícitamente al recibir sus visitas privadas de 1983 y 1984. Repetimos: Si la Carta Magna no remite ya a las leyes de Dios, ésta se convierte en patente de lo que se quiera. Bien habló con satisfecho énfasis el Ministro de Justicia, don Fernando Ledesma, respecto al proyecto de ley, de 1983: « [el cual] se mueve en el marco, como no podía ser menos, de la Constitución.» Y la Iglesia callaba, mientras las feministas y los militantes de partidos marxistas presionaban gritando a las puertas del Congreso el día mismo en que la ley se debatía. Entendamos de una vez que, por más que icemos bandera de cruzados contra el aborto, no se conseguirá otra cosa que defender un naturalismo pagano que nos haga creernos buenos católicos… aun sin saber en qué consiste. Lo urgente es rectificar el cambio diametral que dio la Iglesia desde Juan XXIII hasta hoy. Cambio por el cual creyendo que se sirve a Cristo en verdad estamos sirviendo a poderes que quieren hacerle desaparecer de la tierra. Mientras no nos demos cuenta de esta trampa no comprenderemos el misterio de nuestro tiempo. Puede ser oportuno decir algo a los que se escandalizan con facilidad. Creen quizás que los católicos debemos comportarnos con nuestra jerarquía igual que ciertos hinchas de fútbol que aplauden a su equipo aun si practica el anti-fútbol y bajan al club a quinta regional. Esto no es sensato. Los aficionados y socios no estamos solo para admirar a los jugadores sino, también, en el caso de ruina deportiva, para exigir que se destituya al entrenador con sus técnicos, al capitán y al presidente. Nuestro amor a los colores avala nuestras protestas por los malos resultados. Los de la Iglesia en España son terminantes: 77% de españoles se declaraban católicos en 1982 y, en 2005, sólo el 49%. Y a los curas se les tiene como a “la clase menos valorada”. (REYES MATE, en “El Periódico”, 09.04.2006). Pero en el fútbol nadie está blindado a las derrotas y en los eclesiásticos parece que sí. No se entiende que se comporten como inocentes perpetuos y debamos tenerlos por inmunes a sus miopías, a sus secretas obediencias o a sus aventurismos. A algunos he oído decir que no se puede ir en contra de la historia, que debemos adaptarnos a los signos de los tiempos, pero yo no lo creo así. Para empezar, la Iglesia está en el mundo pero no es del mundo (Jn 15, 19), y lo seguro es que la historia no se hace sola sino que la hacemos nosotros enfrentando los retos de la vida. Polonia, por ejemplo, pudo cambiar la enorme fuerza de su sino comunista porque los católicos quisieron cambiarlo. Bastaron doce años para que 70.000 abortos anuales se redujeran a sólo 186; para que un poder estalinista brutal se sustituyera con Presidencia y Gobierno católicos. Claro que, en Polonia, detrás de los obispos había un clero de aldea y de pequeña parroquia fiel al fuego de su vocación religiosa. “La fuerza del sino…”, “los vientos de la historia…” ¡Vaya bobada! La tradición histórica enseña que el mal, por sí mismo, no puede nada a menos que le ayudemos con nuestra tolerancia o relajación. Según Jacinto Benavente, muchos líderes se creen serlo porque una multitud les sigue aunque, en realidad, les empuja… Me parece que la española es la Iglesia más pasiva del mundo y que hoy, quizás, nuestro deber sea empujar a nuestros obispos… Porque, si en otros países los católicos consiguen derogar leyes, deponer senadores, meter alcaldes en la cárcel, restituir crucifijos en las aulas y empezar las clases con una oración… ¿por qué no la nueva Iglesia de España? Aprovéchese el aborto aunque sólo sea para empujarnos y ponernos todos en marcha. Pedro RizoPRIZOMD@hotmail.com

Sábado, 22 de Enero de 2005


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