Deporte y nación

Al hilo del Mundial de fútbol
Yo he sido, soy y seré aficionado al fútbol, por más que mi afición sea un tanto peculiar. En mi adolescencia fui sevillista, un poco por contagio y otro poco porque cuando empecé a ver partidos fue en la temporada, ya remota, en que el Sevilla C. F., como entonces se llamaba, ganó su único campeonato de Liga. Al Sevilla sólo le quedaban, de la célebre delantera stuka, López y Campanal, éste ya tocado del ala, pero empezaban su brillante carrera jóvenes vasconavarros como Bustos y Arza. Más que de tal o cual equipo, yo fui partidario de viejas glorias y grandes figuras, y tuve la suerte de ver jugar al gran Atlético de Bilbao de aquellos años. Antes y después, fue la radio mi único acceso a los estadios, sobre todo cuando lo que se radiaba era un partido internacional en el que jugaba nuestra selección. Luego vendría la televisión y el primer campeonato que me ví entero fue el Mundial del 72, que se jugó en Alemania y ganó el equipo de la mitad occidental de este país.
Siempre tuvo el fútbol una fuerte componente nacionalista, hasta el punto de que una de las razones de la simpatía con que el Atlético de Bilbao era acogido en toda España era que todos sus jugadores eran de la cantera local. Ese nacionalismo se fue diluyendo según el fútbol, con el Madrid y el Barcelona a la cabeza, se abría a grandes estrellas foráneas y surgía en España, y en Italia también, la figura del “oriundo”, y así que fue posible reforzar el respectivo once nacional con argentinos y uruguayos naturalizados a escape, pero el remate fue cuando la naturalización por la vía de urgencia se extendió a húngaros huidos del Telón de Acero.
Gracias a la selección brasileña y al campeonato de 1968, los negros empezaron a infundir respeto y admiración. De hecho, si no me equivoco, la única selección europea que había alineado un negro veinte años atrás, el extremo derecho Espiritu Santo, fue la de Portugal, país adelantado en cuestiones de integración ya de antiguo: negro como el betún era por ejemplo el duque de Palmela. Francia distaba mucho entonces de ser una gran potencia futbolística, y de hecho, los equipos del Hexágono eran de pura raza gálica. Hasta España se le adelantó con el moro Ben Barek, jugador del Atlético Aviación, como entonces se llamaba el Atlético de Madrid.
Por fin, Europa tuvo que rendirse a la evidencia de la superioridad deportiva de la raza negra, de lo que ya había tenido un atisbo en la Olimpiada de Berlín de 1936, cuyo héroe fue Jesse Owens. Así las cosas, no habría ya club de importancia en Europa, con excepción del Atlético de Bilbao, que no diera su nota de color y con ello pie al racismo latente de una afición embrutecida. La excepción más ejemplar la constituiría Francia. No es que en Francia no haya racismo, pero tengo la impresión de que, por la cuenta que le trae, no llega a los estadios. Francia, cuna de los derechos del hombre y del ciudadano, tiene una cantera colonial muy valiosa, recursos ambos, el de los derechos y el de la cantera, muy explotables y compatibles, además de mucho más rentables, a efectos deportivos, que el chauvinismo hexagonal. Hacen falta ciertas virtudes, hoy en baja en ciertos países, para vencer a estos franceses africanos, a estos africanos franceses que además son tan “chauvinistas” que se saben la letra de La Marsellesa.

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