Vigencia de Ortega

- Miércoles, 17 de Mayo de 2006 -

El desencanto de Ortega Aquilino Duque
Una de las mayores emociones intelectuales de estos últimos tiempos me la ha proporcionado la lectura del ensayo que Octavio Paz dedicó a Ortega y Gasset en el centenario de su nacimiento. Esa lectura, que debo al poeta sevillano Fernando Ortiz, ha venido a confirmarme algo que desde algún tiempo venía sospechando, y es que, si hay un escritor de nuestra lengua que se haya enterado de cómo pensaba y escribía Ortega, ése es Octavio Paz. Gracias a él Ortega, tan vivo siempre, tiene asegurada entre nosotros su descendencia espiritual. Entre Ortega y Paz existe una continuidad de estilo, tanto más legítima cuanto que éste no piensa como el otro, sino a partir de él. No hereda Paz las ideas de Ortega, sino que comparte sus creencias. He aquí otra gran deuda de España con Hispanoamérica, más cerca hoy que nosotros de los clásicos comunes. No diré que en España no se haya entendido a Ortega igual, pero quien lo entendió y asumió cabalmente cayó en plena juventud ante un pelotón de fusilamiento. No sé si con su muerte perdió mucho la política española; de lo que estoy seguro es de que para la cultura española, para la transmisión del pensamiento de Ortega a las nuevas generaciones, esa muerte fue una pérdida de la que sólo Octavio Paz nos ha sido capaz de compensar. Tal vez esa capacidad se la haya dado a Paz su distancia, respectivamente ideológica y geográfica, de los dos; el no haber sido ni secuaz del uno ni alumno del otro. A un maestro, a un jefe, se le asume, no se le beatifica, y esto es por desgracia lo que en España ocurrió con esos dos grandes españoles que se llamaron José Antonio Primo de Rivera y José Ortega y Gasset. En el campo del pensamiento, todo el que beatifica, momifica y falsifica. Quiero creer que quienes en España hicieron eso con estas dos figuras –en algunos casos han sido los mismos para la una y para la otra– lo hicieron de buena fe, es decir, por falta de luces.Las falsificaciones de José Antonio han pasado por fortuna a la historia; las de Ortega son de ahora, por desgracia. El púlpito desde el que peroran juntos los ex secuaces de José y los ex alumnos de don José, se estrenó con un editorial titulado precisamente No es esto, en reconocimiento de una póstuma y honoraria paternidad orteguiana de la empresa. En la obra de Ortega podían tal vez haberse encontrado frases que se ajustaran mejor a las tesis infelices de aquel editorial. La frase “no es esto” había sido escrita por Ortega con un sentido radicalmente opuesto al que ahora le daban quienes pretendían ilustrarse y autorizarse con ella. Se quejaba el anónimo editorialista de que el Gobierno de la Monarquía fuera con pies de plomo en la transición a la democracia. Ortega en cambio se había quejado de que el Gobierno de la República hubiera hecho las cosas con excesiva precipitación. El editorialista de 1976 empleaba esa frase para expresar su impaciencia; Ortega la empleó en 1931 para expresar su desencanto. El desencanto de Ortega consistió en que lo que él soñaba una república de profesores resultaba ser una democracia de energúmenos; la impaciencia del que se apropió indebidamente sus palabras era la del que espera con ansia la llegada de los energúmenos en el tren de la democracia. La peor falsificación que cabe hacer de un hombre es reducir su pensamiento a un repertorio de frases. Ortega, frente al mal de la España de su tiempo, había escrito España invertebrada y fundado la Agrupación al Servicio de la República, es decir, que acertó en el diagnóstico pero se equivocó en el tratamiento, de ahí que luego dijera “no es esto” con un desencanto que no tenía nada de indecente. Ortega tenía perfecto derecho a desencantarse porque sabía con exactitud que liberalismo y democracia son dos conceptos políticos distintos y que identificarlos entre sí es un error tan grosero como el de confundir la libertad con la igualdad. Otra distinción que Ortega había establecido con absoluta nitidez es la existente entre la nación y el régimen, pues una nación puede haber conocido muchos regímenes pero tiene una sola historia. Frente a los que se obstinan en imponer a las naciones regímenes contraindicados, Ortega cita una frase de difícil falsificación, una frase evangélica: “No se ha hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre”.Hay etapas desdichadas en la vida de los pueblos en que el hombre tiene que sacrificarse al sábado, pues importa menos la supervivencia de la nación que el mantenimiento de un régimen determinado. Que esta opción la asuman los profesionales de la política es cosa que se explica perfectamente; que la asuman los profesionales de la cultura, es cosa que explica que Ortega siga siendo en España un perfecto desconocido. Hay quién, sin perjuicio de comprobar cómo todo va de mal en peor, sigue convencido de habitar en la mejor de las democracias posibles; quién al ver que la Constitución no respeta siempre como debiera la historia de España, opta por hacer que la historia de España respete la Constitución, de manera que España deje de ser anticonstitucional como ha dejado de ser católica. Una de esas lumbreras ha llegado incluso a decir que, si la actual democracia se hunde, España se hundirá con ella. Esto, más que a vaticinio, sonaría a amenaza si no sonara más bien a una inocente confusión de la realidad con el deseo, con visos de acto fallido. Si ponemos en su sitio las palabras de esa apocalíptica frasecita, tenemos la frase que, precisamente en este contexto, atribuye Ortega a los doctrinarios de la “democracia morbosa”: “Sálvense los principios aunque se hunda la nación”.“Estoy seguro -escribe Paz- de que el pensamiento de Ortega será descubierto, y muy pronto, por las nuevas generaciones españolas”.Ojalá.
Roma, mayo 1981.

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